inventándome la vida

viernes, diciembre 29, 2006

Mi equipaje


Mi equipaje para salir de casa o casi igual para empezar otra fecha distinta a la que le damos una grandeza que no tiene siempre es escaso: cuatro libros, la memoria accesible y voluntaria, mi peso del amor y la voluntad de futuro que aunque la vida sea hoy, ni el futuro ni la niñez nunca menguan, falta mucho por ver probablemente porque hasta que la vida da toda la vuelta no se ve ni siquiera un poquitín, ni eso, lo que fuimos, lo que quisimos ser.


En el equipaje, junto a los libros, la ropa de otros años, los recuerdos de las personas que quisimos, en ocasiones pusimos tacto, la mirada frente a frente y yo dejé unas palabras dichas con la intención que tuvieran memoria propia y destino permanente. Eso, eso me voy a llevar unos días, eso le voy a pasar a las fechas que trae un año distinto.

Me resulta sencillo terminar de componer ese equipaje y poco me importa la cuenta de los almanaques porque voy a seguir poniendo una especie de conjuro al alboroto de mi carne y de mi entendimiento. He crecido ya bastante y ahora me corresponde, a veces, desprenderme de lo que he poseído muchas veces. Lo que todavía conservo irá en esa maleta de transporte de fechas de la vida, de huecos donde vivirla, pero de esas pocas cosas no admito renuncia alguna, serán perdurables, merecerán mi valentía de tenerlas todavía.

Sé que el tiempo es un óptimo administrador de justicia, pero ejercitaré el derecho de tener lo que tengo, hubo ganancia costosa muchas veces, entrega siempre y hasta intentos de seducción como si las palabras tuvieran entre mis dedos al escribirlas una especie de tacto enriquecido. Voy en contra del tiempo, pues, ¡qué remedio!, no miraré hacia atrás sino hacia delante y seguiré aportando para llenar mi equipaje en los viajes una ternura infrecuente llena de vocales largas, casi de rasguños como si fuera mi propia voz, libre de obstáculos, sin que nada me detenga.

Con ese criterio, pues, estoy haciendo un pequeño equipaje de esos que ahora llaman de fiestas y que para mí son de pausas, maneras de acercarme a quienes sé que me esperan pero de dejar también en mi butaca vieja algún libro abierto que estaba leyendo. Todo se juntará donde vaya y cuando vuelva, como cuando las caderas que se acoplan para aceptar los sexos, también todo se juntará de nuevo. Aquí me dejaré el derecho y el lujo de la soledad, una gelatina propia que me hace querer a todo el mundo, insistir en el cariño, darle supervivencia, incluirlo en la memoria.


Prometo cuando pueda decir menos palabras, pero hasta las más sencillas se volverán obscenas, un tacto de caricias de las que necesito siempre más respuesta. Ese equipaje propio, vaya donde vaya, esté donde esté es una forma de destino, de entrega sin reservas. No puedo evitarlo.

miércoles, diciembre 27, 2006

Eso hice


Eso hice, asomarme al exterior como pude porque no quise quedarme donde se me iban a ir terminando las cosas para esperar a que vinieran a preguntarme cómo las hice todas esas cosas. Preferí crear un lenguaje virtual que me pudiera traer los recuerdos de una piel memorable, otra vez tener los ojos bien abiertos, ir anotando quién llegaba y en una especie de calma desnuda, la que tienen las palabras, estar dispuesto a entender la ansiedad del otro.


Eso hice, no quedarme. Salirme fuera a través de 17 pulgadas con antecedentes, nombre y apellidos, maneras de equivocarme, pero a nadie que me escuchara dejarle sin repuesta, sin maneras de ponerse. Me mantuve en los diálogos física y mentalmente erecto, hasta dije cosas que no le había dicho a nadie, fuimos por parejas distrayéndonos, cara a cara en las conexiones como si la desolación fuera un contorno, un motivo de compartirlo y sobre todo, en mi caso, de escribirlo.

Me pasaban así los días, yo muy quieto, pero con una sensación de transcurso que me acababa de impedir la vida, una especie de sueño de ir corriendo, reanudando cuando estuve corriendo. Siempre tenía a alguien en la barra de tareas, parecía que lo teníamos todo hablado, como si fuéramos a dejar de hablar, eso, casi del todo. La nostalgia que traíamos, en mi caso, siempre fue una juventud que terminaba de dejarla atrás ya para siempre.

Pero no me duraba, no me duraban esas conversaciones que eran bastante más que conversaciones: eran gestos con señales, eran pieles acariciadas lentamente pero a las que les hacía falta otra vez el tacto insistente. Sólo que me iba a conformar con la promesa de dármelo sabiendo de antemano que iba a ser el final de todas las promesas, la seguridad de incumplirlas.

Cada vez, como el poeta Guillén, “oscura la historia y clara la pena”. Porque a mí me dejaba mucha pena, mucha pena pendiente, un consuelo imposible, una especie de duelo aislante en cada ocasión. Era terrible luego sentirse desamado al haberse sentido amado. Se me iba olvidando como se respetan y se reverencian las soledades antes y después de producirse.


Mirad en qué he quedado, en que creía lo que sentía y decía lo que sentía, todo a base, eso, sobre todo de decirlo y ahora con las palabras sueltas ya por el suelo. No mentía, me asomaba al exterior con lo mejor mío puesto y si lo daba es porque sentía la necesidad de darlo. No quisiera que el final fuera no poder del todo darlo porque a lo mejor todavía me queda el mejor mensaje de asomarme, pulgada tras pulgada, mejorando la resolución al acercarme para quedarme.

Eso hice y lo volvería a hacer de nuevo.

domingo, diciembre 24, 2006

Mi extraña felicitación

La felicidad es una manera de entender un momento. Comprendo que hoy todos queremos de una forma u otra hacerlo, y hacerlo junto a los nuestros. Pero no olvidemos a quienes no pueden porque los suyos están lejos y su forma de acercarse es un imposible más en su vida.

A mi me faltan muchas cosas todos los días y escribo en estas líneas mías que cada vez son más mías, de nadie más que mías, porque quiero tanto a las palabras que me las eché de amante un día y es una especie de compañía sin respuesta, de esas que no sabes lo que sientes. Las palabras me sirven para ir quizá recuperando lo que pierdo cada día porque no tengo más remedio que perderlo.


Hoy aquí quiero dedicárselas a todos con los que no voy a celebrar nada especial. Es mi forma de abrazarme a ellos sin que tengamos que pronunciar rituales de fiesta, oportunismo de obsequio. Las escribo a punto de no poder escribirlas porque tendré que acudir a algún sitio entre los míos donde deben estar esperándome. Lo haré una vez más sin necesidad de ninguna respuesta.

Lo hago como una especie de costumbre que no sé dónde he adquirido, para soñar a tumba abierta, o al contrario para pensar que ya se me han terminado todos los sueños, esa especie de sudor de vísceras y entrañas o un carácter insolente respondiéndole a las realidades de la vida.


Cada vez siento más estar viviendo una batalla implacable y precisamente estos días que dicen los demás que son de fiesta voy notándome más débil, menos capaz de lo que siempre fui capaz. Tengo un terrible temor a que cada fiesta sea un nuevo motivo de vejez, cada regalo tenga un tono que invalida su belleza, como párrafos finales de una historia propia.

Releyendo lo que siento, lo que termino de escribir lo voy a arreglar de una manera: ésta noche voy a decirle a las personas que más quiero que las quiero empapándome de sus ojos primero y buscándoles enseguida el sitio cercano de sus manos. Os contaré hasta una anécdota: voy a hacer un regalo, de bajo coste, pero que me costó mucho de encontrar. Me lo había comprado para mí. Voy a regalarlo sin lazo de papel, del bolsillo a unas manos que quiero. Sólo le pondré una condición que jamás dude que es una de las personas que más amo en mi vida. Es una persona con la que me unen lazos familiares, pero que si no fuera familia habría hecho lo suficiente para poder ganarme las palabras que fue capaz de decirme no hace mucho: “tú eres en quien nos apoyamos todos los demás.”

Me había venido abajo antes, me vine abajo después de oirlas, al pensar que de las cosas del corazón lo importante no es debutar sino repetir, repetir cada vez con una sonrisa que no puedas ya quitártelas de los labios.

viernes, diciembre 22, 2006

Los últimos libros de "La Máscara"

Cada seis meses Lluis, el único librero que queda en la ciudad, me manda una lista de los libros que él ha leído especialmente recomendables. Así sabes de sobra que sus dos o tres lecturas semanales serán buenas porque ya está dotado de la cualidad de leer únicamente de entre todo lo que se publica en nuestro país, aquello que más vale la pena leer. Con él hablo de libros, no le compro libros, me “llevo” algunas de esas lecturas suyas que no hayan pasado antes por mis manos.

Pero su despedida de ayer fue una triste forma de alejarse, me señaló el camino más corto hasta mi coche en aquel entramado centro comercial para evitar que caminase en exceso y me dijo casi sin mirarme, ¿sabes que lo dejo en enero? Quiere descansar, disfrutar del derecho de elección en sus horas al completo, a lo mejor hasta quiere leer y no contarnos lo que lee. Nuestras conversaciones son muy identificativas y eso que hablamos idiomas diferentes, él siempre valenciano y yo en castellano.

Ese derecho suyo, de elevar un muro de reposo para que lo esperemos ya vanamente, me trajo mis recuerdos más entrañables en mi vida, de los libros cuando yo fui como él librero y allí en mi casa con los versos de León Felipe en la entrada, “ser en la vida romero, sólo romero/que camina siempre por caminos nuevos” podía decirle a la gente que venía a verme: léete éste libro, es una delicia; preciosa novela, se lee de un tirón; libro de recuerdos muy bellos; sensible autor, demoledor; éste libro es un caos y cosas por el estilo, como él dice.

Lluis no vende los libros que se venden, prefiere que te enteres: “Por qué nos gustan las mujeres” según Mircea Cârtârescu; que me empape de la narrativa lírica, el diálogo corto de “No es país para viejos” y así me acuerde de Dostoievski, Hemingway y Faulkner ya que no los he vuelto a leer; o “las últimas notas de Thomas F. para la humanidad” que buscaba hace tiempo, ese representante literario de Robinson Crusoe que estamos abocados a ser cuando lleguemos a eso que la más reciente hipocresía llama la tercera edad.

Llegué hasta mi coche, con una señal de dolorosa despedida, acariciando más los libros de “La máscara”, sabiendo que sus puertas ya no existirán, que quizá detrás pongan cualquier tienda, o nada, un simple muro tras el que estuve las veces que le compré unos libros a un librero, con ternura y sabiduría casi obligándole a mirarme a los ojos mientras yo hacía eso mismo con los libros.

La vida tiene despedidas como ésta: un caos de palabras que ya no leeré porque nadie sabrá decirme que las lea para decíroslas luego después.

jueves, diciembre 21, 2006

Prefiero lo cotidiano

Leyendo hace un rato un poema de Wislava Szymborska, premio Nobel en 1996, traducido por Gerardo Beltrán, muchas estrofas me han traído a la mente mi preferencia por lo cotidiano en días que parece que lo extraordinario tiene un tono obligatorio entre las gentes.

Alguien me dijo una vez que mis escritos pueden ser como intentos de ser porta sin haber sido jamás poeta. Pues vale, como dice en sus versos Szymborska “prefiero lo ridículo de escribir poemas/a lo ridículo de no escribirlos./Prefiero el amor en los aniversarios no exactos/que se celebran todos los días.” Ese amor común de las gentes de mi alrededor que son mi alrededor, voy prefiriendo no decirles ya te quiero porque las quiero.

Son las necesidades de la convivencia, la manera de vencer los infartos desde dentro que nunca se notarán fuera porque jamás le hablaré de ellos a los médicos, les hablo de otras cosas, probablemente de las que no me duelen y me gustan sobre todo esos médicos que no miran las pruebas de mi estado de salud en la mesa, me miran a la cara, me cogen del brazo y no me ponen fechas para cuando vuelva.

Estos días es difícil encontrarse a alguien que no te felicite y lo que yo quiero es que me feliciten todos los demás días, que sea felicidad habernos encontrado, no celebrar ningún aniversario, solamente el aniversario diario de estamparse con los versos de cualquiera como he hecho esta mañana, de extendernos en palabras y sonrisas que nos cubran las necesidades de ese día.

Prefiero lo cotidiano del deseo, de dejar a los demás con el deseo de nosotros y no saciarlo jamás y llevarnos su deseo que ni crece ni mengua, me aumenta cada día al verlos, palpable en la mirada y ajeno por completo a las fiestas y a los días. Porque cada día es mi día, cada soledad me la romperá la compañía que no tiene almanaques, ni distancias, ni recuerdos apuntados.


He pensado que no solo estos días hemos de sentirnos juntos, creo que hay que estar juntos siempre, hasta en los bancos solitarios de cualquier paseo, como si fuera un banco de la vida, sentémonos de vez en cuando, siempre que podamos y corramos la aventura de querernos, para seguir y como dice el poeta “prefiero no preguntar cuánto me queda y cuando.”

Me quedan las hermosas reservas de lo cotidiano, las de todos los días, uno tras otro, tantos días que no me caben en las manos por ser tan cotidianos.

lunes, diciembre 18, 2006

Mal dormir es una pausa

Cada uno tiene su noche y bien diferente, su propia bruma, su soledad, su angustia que le llueve por los contornos del insomnio, sus derrotas. Pero nunca hay que pensarse vencido, quedan propios adjetivos, metáforas que su recuerdo te servirá siempre, palabras ajenas que te ayudan a llegar hasta que se hace de día. La noche de cada uno es una situación que suele ser muchas veces dolorosa, que la odias como una antigua propiedad mal vendida, pero tiene un amanecer especial que sostiene siempre los recuerdos más favorables y te los trae de nuevo junto a la taza de café, el aliento del libro que te espera.

¡Cuántas veces he escrito sobre mi miedo a la noche! Pocas, para el rechazo que le tengo como un pliegue particular que disminuye siempre todas mis facultades. Me alimento de los murmullos conocidos: el vecino que mira la tele hasta muy tarde, los ruidos del baño, el agua que no cesa del lavabo aunque esté bien cerrado, un teléfono que suena como una mala ocurrencia. Pero al mismo tiempo yo produzco otros familiares que al hacerlos me devuelven cierta firmeza, la seguridad de que mañana los causaré de nuevo.

En los ratos que no duermo, siempre le insisto a la memoria que no duermo, hasta a veces no sé cómo tengo los ojos si abiertos o empañados, se me olvidan hasta los propios olores de mi cuerpo, la manera que tengo de hacerme viejo, cómo ponerme entre las sábanas sin que apenas se note que las muevo. Ahora tengo sobre ellas para mitigar el invierno una colcha de colores, de cuadros de colores que iluminan la penumbra, la intencionada penumbra que produzco porque jamás duermo, jamás he dormido desde niño con las persianas echadas, impidiéndole a mi cuarto que tenga total oscuridad, que yo sepa donde siguen las cosas estando las luces apagadas.

Oscuridades ya tiene uno dentro suficientes. Para dormir a oscuras hace falta una infinita paciencia, un valor que no tengo, una forma de oponerme al caos de haberse hecho de noche y eso es una especie de patrimonio ajeno a la más mínima riqueza propia.

Pero a todo esto le he encontrado remedio, como siempre leyéndolo: que no confunda la noche con que vivo de noche. Tengo siempre un día esperándome, total unas horas más tarde. Mal dormir es una pausa, quitarse los zapatos y esperar cualquier cosa que estás deseando desde cerca. Mi dormir, mi confusión con la noche es una oscuridad primaria para disfrutar luego la claridad que tiene la vida cada mañana.

jueves, diciembre 14, 2006

Me sentiré más capaz


Parece lógico que en la dura batalla de la vida, en una etapa ya obligatoria de declive te sientas menos capaz de echar mano del viejo espíritu de lucha que uno tuvo siempre. Pero tendremos que contradecir la lógica porque precisamente es entonces cuando la calidad de tu fortaleza ha de rendir más, saber enfrentarse a lo que venga y como venga. Es cuestión de tomar esa determinación y que nada te la haga modificar. Entonces, concluyo sin reservas: me sentiré más capaz.


Rehacer la realidad no puedo, la tomaré como venga pero eso nunca me obligará a ceder un terreno que me costó mucho apropiarme de él, que no me regalaron ni gestos contradictorios ni debilidades casi obligadas, me lo fui cultivando, hasta trasmitiéndolo en mi comunicación con los demás. Fue mi atractivo, casi mi belleza, y esa costosa hermosura hasta con manchas y arrugas la quiero seguir teniendo.

La historia de cualquier decadencia física es inversamente proporcional a la teórica belleza de fotos de laboratorio, parece que es un fastidio que lo invalida todo, pero no morderé el anzuelo, quizá más lentamente, con una velocidad que necesariamente me dejé por el camino, llegaré hasta el kilómetro final, aportando idéntico gesto y sobre todo la misma intención.

He nacido para vivir aunque me muera al final y mientras tanto en esa bella empresa estoy. Seguro que encuentro por algún lado quien sepa recordármelo: la supremacía de una corporalidad decadente no me impide buscar el instinto de la supervivencia casi como si fuera un gesto erótico antesala del amor, de amar tanto a la vida.

Y esa ansia de vivir anda muchas veces acompañada con el mejor recuerdo de las infancias, de las que uno eligió y guarda para siempre porque han sido enseñanza de los que alrededor, en esos días, tenían a mano la sabiduría de hacerse viejos pero la capacidad de vencer las dificultades que mi niñez no entendía. Entre mis mayores las fui aprendiendo como una advertencia de los días que ahora ya tengo con ese mismo papel que tenían ellos entonces.

A lo mejor fui aprendiendo a sentirme más capaz cuando debiera ser menos. Quizá se se le puede llamar atrevimiento como si todavía me quedara por recuperar lo que he ido perdiendo necesariamente con el tiempo. Pues atrevido me siento, capaz me considero, tengo simplemente, nada menos, que la fuerza imprescindible para luchar por otro día, por otro momento.

domingo, diciembre 10, 2006

Tierna antes que adulta

Debe haber una prioridad de ser antes tierno que adulto o quizá cuando una niña va holgada de ternura desde el principio comienza a hacerse adulta pronto como si en sueños se lo reclamara ya a la vida. Quizá fueron causantes sus padres cuando le contaban cuentos y ella quería dormir. Todo terminaba en un beso al verla ya dormida porque cuando fracasan las palabras siempre queda el recurso del roce de la piel.

Yo la veo pocas veces, nunca le cuento cuentos, observo cómo se hace mujer, cómo es capaz de saber cuáles serán las respuestas antes de hacer las preguntas, y en algún caso, si le explico cualquier cosa siempre le pregunto si comprende, y su respuesta es la afirmación que sabe que me satisface.

Pero hace poco ha invertido los papeles, vino un rato la otra mañana a saber de las razones de los males de mi cuerpo, ha querido que le siga explicando mis insuficiencias que se manifiestan con los gestos, se puso a preguntar lo que me duele y sobre todo por qué me duele. Le he explicado que ir viviendo me ha ido desgastando, antes lo hacía más despacio, ahora arrastro hasta una pornografía popular de los dolores, una manera de quejarme, le he explicado lo que puedo y lo que no puedo hacer para que lo vaya haciendo ella.

Me miraba a los ojos imprudentemente, como teniendo demasiado interés, me tapaba las respuestas con su forma de preguntar como un adulto al que se le ha escapado la ternura. Me avisó, como un compromiso de futuro, que le fuera contando y lo más curioso es que ella, esa adulta niña o esa niña adulta tenía sobre todo el poderoso y verdadero interés por andar precisamente sobrada de ternura.

Parecía decirme, querer saber de ti es como una lentitud para quererte, mi memoria precisará cómo te sientes cada vez, sin prisa, a mi me sobra tiempo, me lo puedes ir contando poco a poco aunque los demás no lo pregunten. No quieras tú saber de mi colegio, prefiero que me expliques porqué tú ya no vas a ningún colegio.

Entonces yo le dije que me quedaba por saber cómo aprenden los niños, cómo se hacen mayores sin querer. Me queda por saber seguramente de donde le dieron esa ternura para convertirse en sabiduría. Me queda por poder explicarle todavía a ella por qué al final de todas sus preguntas del otro día terminé apretando su rostro contra el mío mientras me obligaba a mirarla con una intensidad y una sabiduría poco común en una niña.

Pero me quedé con la certeza que ya era tierna antes de ir haciéndose tan pronto tan adulta.

Un beso Inés