inventándome la vida

lunes, noviembre 27, 2006

Ocupación permanente

Porque si no, me pueden más los pensamientos que no debo tener: errores de ese día, temores que nadie te ha eliminado, dificultades que vas acumulando y que no terminan de dejarte libre, suelto. Sin embargo si estoy hablando con alguien, escondo mis preguntas para saber responder las que pueden hacerme, duelen menos hasta los dolores, no pesan las conversaciones porque las haces adrede ya que no hay nada peor que estarte quieto, un deporte con la competición perdida.

Por eso siempre he dicho que es más importante y más difícil estar preparado para el ocio que para el trabajo, aparcaste definitivamente éste con tinte inexcusable de obligación y de ingreso, te preparaste antes para el mismo, llegaste a los límites que pudiste, pero eso tiene un final, te acaban dejando día libre, eso que tanto sueñas y cuando lo tuviste siempre restaba vacaciones. Pues llega el inevitable momento en que es la vida la que te da vacaciones permanentes, huecos libres, elecciones de tiempo y duraciones y has de saber llenarlas, si no es un trabajo insoportable.

Para eso más allá de la ocupación es necesario apretarse con quien se aferra a la vida para tener más vida para ganar un combate que a veces uno piensa que lo tiene perdido de antemano. Y aferrado a cualquier apoyo acelerar con el tiempo cada momento de actividad elegida como un banco libre de la vida, ir a estrellarse pero preferir a quedarse quieto inactivo pensando.

Tengo que ir construyendo cada día la beligerancia de la vida, boca a boca por momentos, sin detenerse, sin callarse, sin malas tardes, sin ocio vacío, sin cansancio. Como si cada nueva manera de vida elegida voluntaria luego de todas las obligatorias, fuera mi mejor forma de reposo, mis centímetros cuadrados favoritos y elegidos, minutos de los alrededores de la quietud a la que me opongo firmemente.


Como una manera de convivir conmigo mismo cuando uno pierde las posibilidades de convivir con los demás, una manera de tenerme en pie, un deseo que no se me va a debilitar jamás. Me preparé para ello y no me quedo nunca quieto.

Busco siempre una manera de hacer algo dónde esté, con quién esté. A leer como un vicio solitario he aprendido yo solo insistiendo. Me gustaría también como cuenta en uno de sus poemas de “Tara” Elena Medel, dedicado a su abuela, que “con ochenta años escribiste, en un cuaderno de hojas cuadriculadas, tu vida. Felicidad fue tu última palabra.”

Yo en lugar de escribirla voy a ver si soy capaz de leerla al menos.

martes, noviembre 21, 2006

Perdiendo recursos


La vida tiene un instante inaugural, una duración indeterminada y mientras, un intermedio de años con posibles, pero luego ineludiblemente se van perdiendo recursos, validez en los deseos y hasta en los gestos en vivo. En ello ando preocupado, en esa pérdida que no tiene recuperación sino un final, un silencio del que todos seremos víctimas.

Por eso cada momento holgado y satisfactorio hay que vivirlo como si te acabara el tiempo para tocar el mundo. Me falta todavía la urgencia de algún beso adherente a la ternura, su ruido; la persistencia en dejar la mirada sin pensar en nada más que la mirada; la costumbre de gobernar las dificultades y poder siempre con ellas; abrirle las compuertas a la risa sin que tenga que llegar a risa, basta con que sea alegría. Me faltan todavía zonas que no he vivido y que me han contado que tiene la vida.

No es que lo desprecie, pero no me vale el pasado. Como decía Proust está ahí, no se mueve. Lo he vivido ya y es muy difícil encontrarle ahora esa calidez de primavera de las cosas nuevas. El futuro tiene que venir, lo hemos de escribir contra el tiempo y y es muy posible quedarse rezagado y vencido. El futuro, tiene un nombre demasiado largo, está muy lejos. Me vale lo de ahora, lo de este momento pero sin que nada ni nadie me recorte esos recursos, esas posibilidades de que hablaba antes.

Quiero un hoy sin poder medir con la yema de los dedos hasta dónde puedo llegar, quizá hasta la longitud que tengan mis sueños. Quiero poder seguir pidiéndole a la vida de una manera inabarcable. Vivir todavía lo que no he llegado a vivir, conocer los lugares que no he visitado o ya no me acuerdo de ellos, andar por todas las calles empinadas de la tierra sin cansarme, sin sentarme. Debe ser hermoso no tener que sentarse, no sentir la necesidad porque queden caminos por andar.

Es la historia que me queda, la que aún me falta, las cosas que no tengo, el hoy que ansío, llegar al fondo de lo que deseo, llenarme de espacios abiertos. Pero para eso hace falta que encuentre una nueva fórmula que me otorgue el suficiente poder para enfrentarme a la vida cuando quiera restarme mis recursos.

miércoles, noviembre 15, 2006

Ya no necesito hierro

Ir al médico siempre es algo que tiene un rito molesto, prolongado, impaciente. En mi caso caracteres diferentes porque mi médica casi hace las recetas con manos de pianista pulcra. Nos queremos y lo que es más importante nos lo decimos. Yo espero siempre mi turno, pacientemente, para compensar las quejas que me rodean de otros pacientes, leyendo, porque pocas cosas se podrían hacer mientras. Le pone uno como sal a la sopa de mi cultura, eso que no se ve pero que de alguna manera hace algo.

Ayer yo traje a la mesa de mi doctora Mari Paz una especie de debilidad que expresaban unas cifras de mis hematíes, mis leucocitos y las plaquetas. Con la fluida belleza de su gesto me dijo que me iba a dar hierro. Yo ya pensé en la fuerza para intentarlo todo de nuevo, lo que no había sido capaz de hacer sin hierro, fuerte y poderoso ahora iba a derribar de una vez los inconvenientes de las cosas cuando vienen sin que sepas antes que vienen. Iba a adquirir y soportar la seguridad de los fuertes frente a los que puedan poner en entredicho mi fortaleza.

Seguimos la consulta para al final convencerme que todo depende de uno, de sus señas particulares. Me atreví a contarle que ya había conseguido otra vez dormir como un niño, libre y contento, con mi borreguito de peluche que sólo le presento a los seres más queridos; que la noche se ha vuelto otra vez para mi como una manera de estar sin moverme, un gesto perfumado en los bordes escasos de mi barba. Le fui contando y contando porque ella abandona siempre la prisa de la consulta en las consultas; ella no solo quiere que no se le muera la gente sino que permanezca en su edad jubilosa y despreocupada. Esa es la mejor forma de salud.

Me dio tiempo de contarle mis proyectos: un viaje a Sevilla –y me recomendó que bailara sevillanas aunque solo fuera con las manos-; la rutina de mis amistades de nunca se hacen viejas; las etiquetas que me pone en la farmacia Macarena, una cada doce horas o las rojas que dicen una cada 24; los libros que yo leo mientras la espero y cómo me miran los demás extrañados, hasta las viejas de medio tacón con sus ganas de no hacerse viejas.

Ir al médico para mí, ir a mi médica es para contarle si no tengo enfermedades, mis añoranzas de cuando era joven; las ventanas que inesperadamente se me han cerrado en la vida, la insistencia en olvidarme de las cosas que no debo olvidarme porque la memoria es una especie de relato que tiene su final y su derrota.

Pero ayer lo mejor estuvo cuando ya iba a marcharme. Igual que escribo para escucharme, para contarme y para decirme, me detuve, recogí mis recetas desperdigadas y abiertas y las de tratamiento crónico impresas con la impresora matricial anodina e incolora y tomé luego las manos de ella. Sentí con mucha claridad decirle, te quiero y su simple respuesta, yo a ti también.

Pero aún quedó un último gesto antes de marcharme, encadenado a mi secreto desvelado, no pude evitar decirle, ya no necesito hierro, tengo la fortaleza de este instante.

lunes, noviembre 13, 2006

Mi estancia más amada


Todos tenemos un punto de referencia, hasta en nuestra propia casa, un rato prolongado, una soledad contemplada y enriquecida que nos hace felices, más felices que nadie, hasta celebramos cada vez la nada despreciable edad de seguir vivos. Yo lo disfruto muy de mañana, siento hasta la parsimonia y la sabiduría de esos momentos. Mi temprano café, le ha dado conformidad al sueño, le puso intencionado freno hasta hacerte olvidar cómo has dormido, con qué has soñado.

En un amplio salón, sentado en mi butaca de cuero adaptada ya a mí como una segunda piel tan primordial como la propia, junto a una bella mesa de ajedrez, reglamentaria y exigente, con sus escaques trayendo a la memoria tantas horas de estudio sin que un defensa semi cerrada me agotara las posibilidades de una derrota. Una "Ruy López" bien jugada te da tranquilidad hasta atreviéndote a cambiar el caballo de dama negro con tu arrogante alfil. Mientras, suena de los adagios románticos de piano el Nocturno Andrade de Mozart o la Consolation número 3 de Listz.

Y como siempre el poderoso soporte de un libro que cuenta las andanzas de Annemarie, una mujer excepcional, escritora, arqueóloga, fotógrafa y periodista. Narra la anulación de sus amores, su, cuerpo efébico, su esquizofrenia hasta los límites de la propia identidad. ¿Será verdad eso que el esquizofrénico no pierde la razón, tiene otra? Algo supe sin querer saberlo.

Pues desde esa estancia más amada parto un par de horas luego para enfrentarme a lo que puedo, para estar con el dolor que no es precisamente sufrir, es vivir-sobre, sobre-vivir. Parto consciente que siempre tendré desde esa estancia la fuerza necesaria para gozar de las cosas cuya gracia y cuya desgracia es que se acaban; para impresionarme mirando de alguna mujer los ojos bellos y separados, su escote insistente, la sensualidad inevitable de sus senos sueltos; la contradicción y la comodidad entre el amor y la pasión; la conjetura de lo que viene luego, la profundidad de cualquier cosa si la quieres.

Desde esa estancia tan amada me siento el hombre más poderoso de la tierra. Si me viene luego la escritura la pondré como me venga, ni limaré las asperezas, ni ataré las cosas sueltas. Escribiré –cuando lo haga- para leérmelo yo, para cambiar la respuesta por la riqueza del silencio, mi romanticismo, mis adjetivos sueltos que da valor a mis sentimientos aunque no tengan eco.

Pues ya queda dicho que en esa estancia donde a veces tomo notas o releo en voz alta las palabras ajenas con voz pausada, como de sabio antiguo aprendiendo. En esa estancia, no me conoce como soy nadie, me recorre el placer por las arterias y como si fuera un rito extraño pero propio, colecciono sentimientos.

sábado, noviembre 11, 2006

"El talento para la vida"


El título de ésta imagen descargada de una página italiana es harto elocuente: “prima o poi mi metteranno un ascensore…” Pues no tengo nada claro que antes o después para ir subiendo por la vida, ésta nos ponga un ascensor. Habrá que subirla, creo que siempre, a golpe de esfuerzo, tendremos que poseer esa cualidad indeterminada, difícil de explicar, una especie ilimitada de sed de vida, “el talento para la vida” que llama una autora italiana también, la Mazzucco.

O a lo mejor sin ir más lejos como me contestaba ayer quien ha sido capaz de nombrarme becario suyo, un acomodarse al dolor de existir, que según ella, no tiene mejor modo ni manera que con un dolor de los llamados reales. Me añade para hacérmelo más llevadero, “tú tienes la mejor arma –la palabra- para entretener ese malestar común que nos aflige a todos los mortales por el hecho de Ser (en bastardilla).”

Pero pensándolo bien hasta puede, a la inversa, ser un grave inconveniente: me vence la palabra, no me entretiene, me ata, no me facilita ese necesario ascensor para ir escalando la vida en sus distintas etapas. Con el uso de la palabra ya muchas he explicado que asomarme a la red me sirvió -hace ya muchos años- de ascensor hacia el exterior al que no tenía acceso, al que las caderas de mi cuerpo para andar por el exterior de la vida me lo impedían.

Encontré maneras de subir –he de reconocerlo- muchas de ellas muy gratas, otras no tanto, pero fueron al menos ventanas hacia fuera, puertas hasta el cielo, desde donde asomarme a la vida de los demás, a esa comunicación que siempre necesitamos todos y que a mi se me negaba, se me quedaba reducida a los metros cuadrados de mi propia casa, al cariño impagable de los míos, pero corto, escaso para mis necesidades.

Sí, ya sé que los libros me ayudaron para luchar por una felicidad original que no tuve de niño. Los libros me enseñaron –es curioso- hasta a guardar silencio para que luego me vinieran las palabras ajenas más enriquecidas por mi manoseo; los libros hicieron de escalones para ir subiendo o al menos no quedarme tan abajo, pero ya lo dije, a pesar de su riqueza, de cómo me tiemblan ya en las manos de tanto tenerlos, de leerlos muy despacio, no me bastaron, me pesaba la vida, el dolor físico, real, que ayer me contaban.

No obstante, me vais a permitir todo el que sepa de mi, me lea o se me imagine, lo mismo que quien me deja vivo y latente el derecho de quejarme (cuando lo tiene quizá, mucho más que nadie, las muchas veces que sabe admirablemente contestarme) me vais a tolerar, digo, la tolerancia de esperar como reza el pie de la imagen que antes o después hago uso del ascensor de mi gesto, mi comunicación y mi palabra para subir todos los escalones que me queden. No lo tengo claro, os decía al principio, pero necesito tenerlo. De dosis de esfuerzo, ya sé algo.

viernes, noviembre 10, 2006

Me han nombrado becario


Una mujer, entrañable y querida, con la que me unen lazos familiares, que yo disimulo siempre, me ha nombrado su becario. Quiere que esté junto a ella, que le resuelva cuando me llame las cosas informáticas que no sabe y que yo sin saberlas, como dice su pareja, le echo mucha osadía para resolverlas. Más que osadía es que quiero fundamentar mi prestigio, ahora que ya se me ha hecho tarde para prestigiarme, en no saber volver atrás, tirar siempre hacia adelante, hasta en los automóviles se me dio siempre mal poner la marcha atrás.

Quiere que sea su becario, para explicarle bien lo que es en su ordenador su gestor de correo, eliminar del mismo la basura inexplicable que todos tenemos, descolgar sus teléfonos en las horas de descanso y que yo le cuente más despacio de los libros que estoy leyendo por qué me gustan a mí y por qué no les gustan a los demás. Me atreveré, sin que me vean, a formatearle el disco duro de su ordenador. Eso provoca la satisfacción y el descanso de un orgasmo bien llevado, tiene su precio de trabajo luego, pero el disco y hasta todos los alrededores de la mesa del despacho se quedan limpios, sin rastro incluso de la ceniza de los cigarrillos que no fumamos.

O en los ratos libres pasearé por su casa espaciosa y confortable, la de las puertas que llegan hasta el techo, yo no tengo problemas de altura ni ella tampoco, pero no vendrá mal hacerte a la idea que estás llegando al cielo al cruzar por ellas. Otros ratos, me quedaré en ese bello salón para estar sin que se note, con los tresillos de colores, los rincones donde no se ve la televisión aunque te empeñes, leeré, si por fin me proporciona ese libro de psicología que me tiene prometido para ver si de una vez se me van un poco casi todas neuras. Ella sabe mucho de quitarlas, yo de no creer en nada en quienes las quitan y eso proporciona una buena combinación que no debe tener arreglo.

Cuando llegue el verano, mi condición de becario me permitirá acudir a la Universidad de El Escorial. Su hermosa casa de descanso, es a la vez enseñanza y holganza. Recuperaré así el recuerdo de mis años universitarios, cambiaré aquellos bancos de piedra del claustro Luis Vives, los apuntes de Derecho Administrativo que comprábamos de los alumnos del curso pasado por unas pocas pesetas y eso provocaba las iras del catedrático que el primer día de clase preguntaba, ¿qué, me he aprendido la lección? O aquella religiosidad tan bien llevada del Rector sin que se notara que hacía de la Religión un Derecho Natural a su medida y semejanza. Cambiaré en su casa de El Escorial, el presente por la riqueza de la memoria.

Volveré a sentirme universitario allí, como becario de la vida y de quien me mira, me escucha y hasta a veces llega hasta tal extremo su sabiduría que es capaz de enseñarme una nueva forma de salud: la de depender de tu propia meta, de tus horizontes, de tus propios impulsos y errores que vienen luego, hasta de los fantasmas de tus enfermedades sin tener que curarlas con paracetamol al por mayor que cuesta menos y tiene más efecto.

Definitivamente he de darte las gracias, amiga -porque ya sabes que seguiré negando los lazos familiares- por nombrarme tu becario para quitarte cuatro virus de tu ordenador que te habré puesto yo mismo antes; poner en orden alfabético a todos tus pacientes porque no lo dudes, como soy de letras, me sé las letras del abecedario sin tener que repasarlas; maduraré mi pensamiento ocupado en el espacio de la propia madurez; ganaré con esta beca que me ofreces curar las enfermedades del ánimo y las del lenguaje. Y ésas en mi caso son mucho más difíciles.

Ya sabes que la lujuria del instante, la falacia del tiempo, la hondura de los verbos intransitivos va proporcionándome la obscenidad del sufrimiento, va ocupando y va restando mi espacio, pero siempre me quedará la soledad y la distancia de poder ser tu becario.

martes, noviembre 07, 2006

El derecho a la respuesta

Cuando hace tiempo que mi cuerpo ha renunciado a las certezas me aferro cada vez más a los sentimientos. Son muchas madrugadas que no tengo sueño, muchas veces ya que sin saber por qué me hace más caso la gente que no debiera hacerlo. Y eso me produce desafíos a la tristeza, orfandad a mis gestos, que entienden más quienes no están nada obligados a hacerlo.

Pero no quiero renunciar todavía al mínimo derecho a la respuesta, no en sitios públicos, no en escritos que puede leer cualquiera, sino a gestos y peguntas que hago que todas a estas alturas deben tener alguna respuesta. Ya sé que con el tiempo uno se vuelve como una especie de libro usado que no lee casi nadie, pero si embargo tengo unos pocos lectores todavía que son mi forma de sujetarme a la vida.

No quiero aún sucumbir a la nostalgia de lo que todavía no debe haber comenzado, ni que llegue demasiado pronto el momento de callar, ni preguntas, ni gestos, ni maneras de estar. Es la peor forma que tiene la soledad, me voy a resistir. No quiero quedarme solo ya leyendo y escribiendo en los sitios donde esté seguro que no me lea ya nadie,

Tengo emociones todavía tiernas, me puedo aproximar a todo el que quiera escucharme, preguntarme y responderme. Sabré devolverle hasta con la recomendación evangélica, que tu ojo sea sencillo. Hablaremos sencillamente, dejaremos a un lado maneras de ser que todos tuvimos y tenemos y nadie va a cambiar, pero al menos, al menos nos escucharemos, nos responderemos.

Todavía nos queda a cualquiera una eternidad que no se mide y allí podemos tener el final de la correspondencia, del silencio, pero no antes. Necesito envejecer al mismo tiempo con las conversaciones y los años porque en el fondo de los ojos todos tenemos unas cuantas palabras que no nos dijeron.

Eso es más o menos para mi el derecho de respuesta: no quedarme con la soledad de no tenerla como si no tuviera parte de atrás; defender mi presencia escuchando y escuchándome; estrenar todavía mi autoestima en manos ajenas; esperar aunque sea en doble fila pero que vengan a llamarme; que cada adversidad que venza lo note luego porque alguien me lo diga como un triunfo personal, como un esfuerzo que me va costando ya mucho esfuerzo.

Me hace falta en suma una salud que no sea simplemente la ausencia de enfermedad, sino un estado completo de bienestar mental y ajeno porque los demás entiendan de una vez que es todo un derecho.

miércoles, noviembre 01, 2006

Me acordaré de lo que me conviene



Me acordaré de lo que me conviene y dejaré pasar casi todo. Tengo aún la validez de las palabras y los gestos en uso. Y alguna vez –y bien se hace difícil para mí- enmudeceré como una versión amenazante del silencio. Mientras, leeré los libros que no les gustan a casi nadie, los escribimos a medias descerebrados principiantes para que nunca, nunca, estuvieran en el estante de recomendaciones de los grandes almacenes.

Me acordaré, eso sí, de periodos de quince minutos más o menos, de las equivocaciones plenamente, de los permanentes recuerdos de mi cuerpo que no sé bien si es que me avisa que va a cambiar el tiempo o que gana siempre el dolor y la madurez. De mi pasividad a veces, como un animal lleno de melancolía y con una enorme debilidad de gobernar mis propias dificultades.

Todo esto lo recordé, casi lo memoricé esta noche en que no tenía previsto la necesidad de los dolores, hice cuentas y pensé en contar solo lo que me iba a acordar, de un placer que llega a través de mi cuerpo como una voluntad que volvía a parecerme rendida y única cuando ayer tarde le escribía a alguien que estaba recuperando casi todos mis antiguos tonos y que los ministerios del dolor, firmes y separados, iba a tenerlos cada vez menos en cuenta.

Contarlo fue como una especie de promesa que se le hace a una amiga, indeleblemente amiga, era mi lujo, mi salida de cualquier pasada y reciente derrota, no haber fracasado, emprender una decisión que se iba a acumular como los libros por leer en la mesilla de noche, impacientes y desordenados.

No te inquietes, amiga, ya me lo sé, esto siempre es un camino de ida y vuelta, son las ganas de acordarme sólo de lo que me conviene y convencerme que igual que la vida es difícil y todo no se puede, a veces basta con buscarse alguna tregua y excusarse con el cambio del tiempo, con que vuelven a fallar los centros nerviosos y las articulaciones cuando tose junto a mí quien nunca suele toser porque tiene la salud en la naturaleza, la queja muy lejos siempre y el abrazo en el sueño cerca.

Borges ya dijo que “las cosas comunes que nos rodean durarán más que nosotros”. Pues mis cosas van durando sin que yo las recuerde o a pesar de que yo las recuerde. Y lo que me rodea propio me gusta mucho muchas veces: me quedaré con un comienzo de mañana dando mal los primeros pasos porque se acordaban de la noche, la lentitud de los “lovers’ adagios”, más basados siempre en Shostakovich que en aquellas múltiples horas con Bach al lado que me enseñaba mi padre para saber cuando era buena cualquier música que escuchara luego.

Me quedaré con darme cuenta de repente que hoy era día de fiesta y yo sin saberlo demasiado del todo. Si que vi que las calles tenían menos gentes y se movían con más lentitud. Y esa parsimonia me hizo pensar que me iba solo a acordar de lo que puede ser serenidad y con los demás benevolencia.