Querida vida

Estabas ahí, bajo un camisón de seda desteñido, con horarios que yo no establecía, con visitas de improviso y puertas que cerraban los demás. Yo que duermo siempre con las puertas abiertas, en invierno y en verano. y sin tener nunca en cuenta la existencia de persianas. Pero estabas ahí, me quedé las advertencias y cogí en cuanto pude la boleta de vuelta a la casa propia.
Aquí, ya lo dije, lo de siempre: ni me satisface al cien por cien ni yo tampoco a estas alturas de mi vida puedo ser ciento por ciento para nadie. Pero viviendo igual, -te lo advierto vida- tendré cada vez un poco más claro que las donaciones has de pensar que son a fondo perdido, que te proporcionan ratos inapagables y valiosos, pero se te quedan siempre cortos, como me pasó desde adolescente.
Viviendo igual en mis aproximaciones, cometiendo idénticos errores, admirando y admirándome, con el provenir de mi pasado a cuestas, aportando como siempre han sido mis entregas, buscando esa felicidad que dura poco, siendo lo que amo, la mejor definición del ser humano, y tropezando las mismas ocasiones en los mismos lugares.
Pensaré hasta que me estaban esperando, pero eso no es cierto, ni tampoco era cuestión de prioridades: quien te espera te tiene ya, y a quién tú esperabas hace mucho tiempo que te enseñó a estar a su lado. Entraba cada día, no le hacía falta hablarme mucho, pero me miraba y estaba, como hace más de 40 años.
Pero no he venido a quejarme de nada. Se quejan los viejos, los que no tienen la cultura del esfuerzo, los que son incapaces de darse cuenta que las propias mediciones las tiene cada uno de por sí y sin depender de nadie. He venido a escribirle a la vida un capítulo más de de esa novela epistolar que se queda muchas veces sin respuestas. He venido a escribirle a la vida que estoy aquí de nuevo en la intemperie de los sentidos, dispuesto a responder una vez más, pero incapaz de volver llamar.
Lo hice muchas veces, quizá demasiadas, vaciando en cada llamada, voces, sentimientos y generosidad. Las mediciones que di, no me las puede devolver nadie. Quizá las tuvo pero la vida no le dio tiempo de dármelas del todo, la muchacha más hermosa de la tierra. La otra tarde –por aquello de que tenía yo de nuevo que escribirle a la vida- leía entre sus papeles de bachillerato -que le dieron su nacionalidad francesa- que era lista, disciplinada y aguda. Su mirada, su demanda, lo decía.
Muchas veces me dicen que miro igual que ella. Lo único que ocurre es que yo le estoy escribiendo de nuevo a la vida, a todo lo que me gusta de la vida.
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